miércoles, 21 de mayo de 2008

La prensa de los muertos vivos

Hay algunas frases hechas que los periodistas -por respeto al público- deberíamos evitar cuando nos dirigimos a nuestras audiencias. Para que la gente, por lo menos, intuya que abusamos de nuestro cerebro sometiéndolo a un ejercicio de creatividad aunque sea mínima.

Hay algunas frases hechas que los periodistas -por respeto al público y por respeto a nosotros mismos- deberíamos evitar cuando nos dirigimos a cualquier persona que sabe que nos dedicamos al periodismo. Una de ellas, con sabor a exhortación, es más común que lo que alguien que no vive en los medios de comunicación pueda imaginar: "Señores, no hagamos periodismo cierrapuertas". No hagamos periodismo cierrapuertas. Periodismo cierrapuertas.

¿Y qué es eso de periodismo cierrapuertas? Cuando después del atolondramiento inicial por los ataques terroristas contra Estados Unidos algunos periódicos de ese país empezaron a recuperar su función crítica, la Casa Blanca les cerró virtualmente todas las puertas informativas. Bush y su equipo más cercano daban entrevistas por todas partes, pero no a algunos medios como The New York Times o The Washington Post. Estos, después de haber dejado que la corriente los arrastrara en los días de la campaña en Afganistán (2001) y luego en la invasión a Irak (2003), poco a poco comenzaron a publicar reveladores detalles que mostraban que las cosas no eran exactamente como el gobierno las había pintado. Así, algunos periodistas comenzaron a despintar el paisaje de causas nobles que la administración había preparado ante la opinión pública para invadir Irak. Así, algunos periodistas lograron que el presidente les cerrara las puertas.

Por la naturaleza de su trabajo, los periodistas deben asumir que, aunque no sea su objetivo, los portazos en efecto pueden ser una consecuencia de su labor. Porque los periodistas pueden llegar a caer mal al poder por dos razones básicas: porque metan las patas o porque metan las narices. Es decir, porque hagan muy mal su trabajo o porque lo hagan muy bien. Pero ojo, que aquel ruego de "señores, no hagamos periodismo cierrapuertas" que escuché hace algunos años en una reunión informal en algún lugar de El Salvador, no atendía a la preocupación por meteduras de patas.

Hace tres años, en Bogotá, durante la conferencia de los maestros de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, hubo una idea común en las ponencias de varios de los conferencistas: la autocensura. Decían que una amenaza creciente para el buen periodismo era la también creciente noción en las salas de redacción de que hacer un trabajo muy escéptico y crítico hacia el poder es nocivo. Joaquín Estefanía lo decía más o menos en estos términos: "A los periodistas les aterroriza la idea de que los políticos se alejen de ellos porque publiquen información que resulte perjudicial para sus intereses personales." Entonces -era la conclusión-, los periodistas optan por la autocensura. Ante el peligro de que una fuente oficial se cierre, mejor el silencio.

¿Y quién tiene la razón? Porque los periodistas que alegan el problema del cierre de puertas dicen algo cierto: ya nunca más me dará declaraciones o información. Y aunque eso puede ser muy cierto, el periodista -o la periodista, pues- no debe olvidar que ni su trabajo es ser complaciente ni la índole de su carácter es ser pusilánime. Un periodista, ante todo, debe ser una persona valiente, dispuesta al sacrificio y a asumir riesgos calculados.

El problema de fondo está en la vocación. Es decir, en ese cúmulo de convicciones que todos tenemos. Ese puño de principios e ideas básicas que hacen funcionar a cada quién. Un periodista que merezca que se le llame periodista debe tener la certeza primera de que existe para informar a la gente. Y aunque pasa de todo en este mundo, para que el oficio sea noble debe apostarle a informar prioritariamente cosas útiles. Es decir, debe apostarle a servir.

Será por eso que los periodistas buenos se pasan la vida buscando hechos o situaciones que pueden joderle la vida a medio mundo o mejorársela. Hechos o situaciones que pueden tener gran potencial de afectar -para bien o para mal- la vida de una sociedad. Y esos hechos o situaciones con gran frecuencia pueden ser producto de decisiones que toma el poder. El poder político y el poder económico. He ahí el el sitio donde constantemente se deciden cosas que pueden aplastar esperanzas o elevar el nivel de vida de los habitantes de una nación. Por eso es que los buenos periodistas deben terminar, irremediablemente, colisionando con el poder. Porque por esencia unos y otros tienen intereses contrapuestos. El poder quiere hacer cosas para beneficio propio, mientras el periodista quiere contarle a la gente las cosas que hace el poder y sus potenciales efectos secundarios. Así que, tarde o temprano, al poder le caerá mal el periodista.

Y en estos días de tribulación, ¿dónde están los buenos periodistas? Aquellos que andan buscando cosas, especialmente esas que el poder quiere mantener ocultas a los ojos de la gente. Aquellos que saben que hacer periodismo cierrapuertas es inherente a este oficio. Aquellos que saben que si se cierra una puerta la obligación es abrir otra. Aquellos que no se amedrentan porque Bush no les dé una entrevista. Aquellos que no se autocensuran y armados de argumentos dan la batalla a sus jefes para que se publique lo que la gente debe conocer. Aquellos que se respetan a sí mismos. Aquellos que saben para qué sirve un periodista. Aquellos que no están muertos.

domingo, 23 de marzo de 2008

Señor presidente: saber...

¡Gran poder de dios! ¿Qué clase de pregunta es esa? ¡Y las hacen periodistas! Por eso se entiende que la información que sacamos a los funcionarios o a cualquier entrevistado, en general, sea pobre. Es que no se les pregunta, y francamente yo no tendría paciencia para jugar a las entrevistas y me abstendría de responder a quienes me preguntaran sin preguntar.

Los periodistas, que vivimos del lenguaje, somos de lo peor para usarlo. Más que usarlo lo maltratamos. Y maltratamos a la gente, a la pobre gente que tiene que soplarse nuestras entrevistas o notas en televisión, en radio, en papel o en internet. ¿Cuántas veces no hemos escuchado a un periodista -¿periodista?- de televisión referirse con una ridícula jerga a los más diversos asuntos del país? "El accidente de tránsito se produjo en lo que es la Avenida Juan Pablo II..." ¡"Lo que es la Avenida Juan Pablo II..."!

A eso (aquí está bien usado) agreguémosle otro recurso estilístico muy socorrido: "A eso de las 7 de la noche..." ¡"A eso de"! Y ya que estamos enumerando añadamos otros y pongámoslos a competir por su nivel de ridiculez e inutilidad: "Los asaltantes se bajaron a la altura del kilómetro 23..." ¡"A la altura del kilómetro 23"! Si iban escalando, baste recordar que el Everest tiene menos de 9 kilómetros, lo que hace imposible la altura del kilómetro 23. Y para hastiarnos rápido recordemos las jergas policiales y escribamos "el sujeto", las de los politiqueros ("la problemática"), las de los abogados y jueces y fiscales ("le decretaron detención provisional con instrucción formal"), las de los amantes de la ignorancia supina ("llevaba un revólver calibre 38 milímetros no registrado"... ¡38 milímetros! Eso dispararía balas del diámetro de un guineo grande)...

Una vez recibí -tristemente tengo que admitirlo- una lección de un político. Estaba en el edificio de Fusades y me encontré con Fabio Castillo, entonces coordinador del FMLN. "¿Y usted quién es?", me preguntó, a quemarropa. "Trabajo en La Prensa Gráfica", le respondí, porque no me sentí obligado a decirle mi nombre. El hombrecito enjuto del cigarrillo perenne me restregó en la cara mi error: "No le pregunté dónde trabaja, sino quién es". En efecto, estamos acostumbrados a expresarnos mal y pensamos que la gente no lo nota. La gente lo tolera. Pero además, se nos olvida que los periodistas deberíamos tener siempre presente que un suplemento de nuestro trabajo debería ser, en la medida de las posibilidades de cada quién, la pretensión de enseñar, la aspiración de educar aunque sea un poquito cada día, de hacer mejores audiencias y lectores.

Así que, señor presidente, no se dé por aludido cuando alguien le pregunte: "Señor presidente: saber su opinión sobre la opinión del presidente de Estados Unidos sobre la opinión del presidente de Venezuela sobre la opinión de las agencias de inteligencia estadounidenses sobre la posibilidad de que el presidente de Venezuela pueda financiar o no la campaña del FMLN"

La mentira os hará libres

El plan de gobierno de Antonio Saca se llama País Seguro.
Saca asumió la presidencia el 1 de junio de 2004. Saca gobernó un 58.33% de ese año, y su antecesor, Francisco Flores, un 41.67%.
El Salvador cerró 2004 con un promedio de 8 homicidios diarios. Sin contar abortos ni muertos en accidentes de tránsito. Asesinatos, pues.
En 2005, el promedio de homicidios se elevó sustancialmente y marcó un récord panamericano, un máximo en todo el continente. 3,761 asesinatos, para una media de 10.3 diarios y una tasa de 54.71 por cada 100,000 habitantes. Muy por arriba del segundo lugar del continente, Honduras, y de Guatemala y Colombia.
Pero eso no fue nada, porque en 2006 la administración Saca fue capaz de hacer olvidable el logro del año anterior, y estableció una nueva marca: 11 asesinatos al día. Eso da una tasa de casi 57 homicidios por cada 100,000 habitantes.
¡Y esa epidemia de asesinatos -la OMS considera epidemia cuando hay una tasa superior a 10 por cada 100,000- tampoco fue nada! Tampoco fue nada porque en 2007 ya supimos que las proyecciones de población estaban muy alejadas de la realidad y que el año anterior éramos menos de 6 millones de salvadoreños, y no los 7 millones que se estimaban para julio. Con menos gente, los salvadoreños hemos estado corriendo más riesgos que los que pensábamos. Más probabilidades de morir asesinados.
¡Pero esta verdad tampoco es nada comparada con la verdad de quienes llevaron a El Salvador a campeonizar a costa de la vida de miles de salvadoreños! En mayo de 2006, el ministro de Seguridad, René Figueroa, dijo en una entrevista a La Prensa Gráfica que al actual Ejecutivo le entregaron un país con 14 homicidios al día. Hace unos meses, el presidente Antonio Saca aseguró que había recibido el país con 13 homicidios diarios. Y hace unos días, en el programa Foro País La Prensa Gráfica, el viceministro Ástor Escalante dijo que eran cuentos que El Salvador es el país más violento de América. Incluso se atrevió a mencionar que México tiene más alta tasa de asesinatos, cuando el país de los charros no llega ni al décimo lugar en este ranking fatal.
Miente, miente, miente, que algo quedará. Lo hizo Göbbels. Y es tal la eficacia de esa técnica que el mismo candidato presidencial del FMLN, durante su discurso de estreno en el estadio Cuscatlán, en noviembre de 2007, asumió esas mentiras como verdades. Funes dijo en un tramo de su alocución que era pobre logro haber bajado la cantidad de homicidios de 14 a 11. ¡Y menos mal que Funes -se supone- es una persona más o menos bien informada y que tiene un séquito de asesores! Increíble, pero Funes le compró el discurso a Saca y Cía. ¿Y cómo no corremos el riesgo de comprarlo el resto de salvadoreños que no tenemos tanto acceso a información ni asesores que nos ayuden a entender o descifrar mejor este país? Quien no lo compró fue el embajador estadounidense, Charles Glazer, ante quien la tasa de asesinatos se le hace "espantosa".

Si excusas ofrece el Ejecutivo a la gente, que las busque bien. Que no hablen de escaso presupuesto, que el mismo Figueroa había negado esa necesidad un año antes de pedir el fideicomiso. Pero más que excusas, lo que hace falta es transparencia y honestidad para aceptar un fracaso rotundo. Y no creo que la hallemos a corto ni a mediano plazo, pues ahora uno de los principales encargados de hacer el país seguro que prometió Saca, es el candidato presidencial. El candidato del presidente que pide que se cuide el sistema de libertades. ¿Libertades para qué? ¿Para morir en la ignorancia de que este país es incluso más peligroso que lo que se ha dicho?

Ya tengo un pie ahí

No tenían razón quienes siempre, suspicaces, decían que esa mi promesa debía entenderse por lo contrario: que mi intención era en realidad no ir a donde me convidaran. Lo cierto es que usualmente la soltaba porque, al menos en principio, me interesaba atender la invitación. Y por eso mi respuesta era "Ya tengo un pie ahí". Pero, sobre todo, lo admito, la razón por la cual me gustaba dar esa respuesta era que sonaba muy distinta al "sí, voy a ir". Era más divertida, más lúdica, más personalizada y menos ritual.

¿Por qué hemos de ser tan rituales las personas? La previsibilidad, la ecuanimidad y la severidad pueden ser virtudes, aunque la espontaneidad, la efusividad y la disposición a divertirse son nutrientes esenciales para una dieta emocional balanceada. ¿Por qué las personas se asustan y te ven con cara de compasión cuando un día cualquiera -el día que quisiste- les deseaste un feliz día? "Yo no cumplo años hoy", me ha respondido alguna que otra alma con vocación de reloj suizo. Y uno se asusta porque en lugar de agradar generás desconfianzas y sospechas. De repente es peligroso expresarle a alguien un buen deseo, es pecaminoso sonreírle o es abuso acariciarle la mano.

Alguien escribió hace tiempo una deliciosa aproximación al gusto de saltar las pautas rígidas que nos enclaustran y que nos hermanan con las agendas electrónicas: "La espontaneidad es la capacidad de hacer algo solo porque se sienten deseos de hacerlo en el momento. De tomarnos por sorpresa, de confiar en nuestros instintos y arrancar de las garras de nuestra rutina bien organizada un poco de placer no programado."

¿Por qué hay que pedir un abrazo para que alguien se anime a darlo? ¿Por qué hay que irse para que alguien se anime a decirte cuánto te aprecia? ¿Por qué ocultamos nuestras mejores palabras, nuestros mejores sentimientos y nuestros mejores deseos? Eso lo pregunto al aire, a todos y, especialmente, a mí mismo. Prometo trabajar en eso. Ya tengo un pie ahí.

domingo, 16 de marzo de 2008

El país que se llamaba Síap

Me cuento un cuento:
Érase una vez un país en el que todo -o casi todo- funcionaba al revés. La gente sana moría prematuramente, los niños se mataban trabajando para criar a sus padres y los presidentes y los diputados eran personas con nobles intenciones. Un amanecer en el que el sol estaba ya poniéndose en levante, Ignacio se ataba con los pies las cintas de los zapatos calzados en sus manos. El niño se incorporó sobre el cielo de su casa y comenzó a caminar sobre sus largos y delgados brazos, y entonces recordó que esa mañana no tenía por qué ir a trabajar. La semana anterior había presentado su carta de renuncia a su jefe inmediato, anticipándole con tres semanas su retiro. Pensaba el ingenuo que el trabajo es asunto de personas responsables. Pensaba el inocente que en cuestiones profesionales hay que actuar como si se fuera responsable. Como si la nobleza y la consideración fueran importantes para la sana convivencia. A Ignacio le flaquearon los brazos y pensó, tambaleándose: "O sea que para mi jefe hubiera sido mejor presentar el mismo día de mi retiro mi carta de renuncia". Entonces sospechó algo raro: entendió que ese absurdo solo podía ser producto de que estaba soñando. Y comenzó a luchar en su mente para tratar de despertarse. Tras retorcer su cuerpo y su mente unos segundos en la cama, se despertó. Y, ya despierto, sonrió aliviado. Todo funcionaba como en la vida real, como lo había visto en la tele, como lo había vivido en sus cortos 10 años de vida. ¡Y tenía que ir a estudiar! De un salto cayó al piso, temiendo oír el inminente grito de su madre -"¡te agarró la tarde, te dormiste otra vez!"-. Pero no fue eso lo que oyó, sino el golpe apagado y seco que produce un cuerpo al caer al piso frío. Y eso lo despertó de verdad. Y recordó que los diputados tenían intenciones nobles. Y que los niños manteían a sus padres. Y que por suerte su familia estaba enferma y, por lo tanto, a salvo de peligro de muerte. Al despertar de verdad supo que ese día no tenía que ir a trabajar porque su jefe, ofendido, le había dicho que lo correcto era que se fuera como muchacha que se desvanece como fantasma un día cualquiera. Que las bobadas de anunciar con anticipación su renuncia eran eso, bobadas y puras patrañas. Que agradeciera que estaba de buenas y no llamaba a la policía. Que agradeciera que tal responsabilidad y consideración no se penara con cárcel ahí. Ahí, en ese país llamado Síap.